EL SECRETO DE LA VIDA

DE ORACIÓN

 

Los grandes maestros de la doctrina cristiana han encontrado siempre en la oración la fuente más elevada de iluminación.

 

Para no pasar de los límites de la iglesia anglicana, se dice del Obispo Andrews que pasaba cinco horas diarias sobre sus rodillas. Se ha llegado a las resoluciones prácticas más grandes que han enriquecido y hermoseado la vida humana en los tiempos cristianos por medio de la oración. Cannon Liddon.

 

Aunque muchas oraciones privadas, por su propia naturaleza han de ser cortas; aunque la oración pública como regla, debe ser condensada; aunque tiene su valor y lugar la oración breve, sin embargo, en nuestras comuniones privadas con Dios el tiempo tiene un valor esencial. Mucho tiempo pasado con Dios es el secreto de la oración eficaz. La oración que se convierte en una fuerza poderosa es el producto mediato o inmediato de largas horas pasadas con Dios.

 

Nuestras oraciones pequeñas deben su alcance y eficiencia a las extensas que las han precedido. Una oración corta no puede ser eficaz si el que la hace no ha tenido una lucha continua con Dios. La victoria de la fe de Jacob no se hubiera efectuado sin esa lucha de toda la noche. No se adquiere el conocimiento de Dios con pequeñas e inopinadas visitas. Dios no derrama sus dones sobre los que vienen a verlo por casualidad o con prisas. 

 

La comunión constante con Dios es el secreto para conocerle y para tener influencia con Él. El Señor cede ante la persistencia de una fe que le conoce. Confiere sus bendiciones más ricas sobre los que manifiestan su deseo y estima de estos bienes, tanto por la constancia como por el fervor de su importunidad. Cristo, que en esto como en todo es nuestro modelo, pasó noches enteras en oración. Su costumbre era orar mucho. Tenía un lugar habitual de oración. Largos períodos de tiempo en oración formaron su historia y su carácter.

 

Pablo oraba día y noche. Daniel, en medio de importantes ocupaciones, oraba tres veces al día. Aunque no sabemos exactamente el tiempo que estos santos de la Biblia pasaron en oración.

 

No queremos que se piense por esto que el valor de las oraciones ha de medirse con el reloj, sino que deseamos recalcar la necesidad de estar largo tiempo a solas con Dios; si nuestra fe no ha producido este distintivo se debe a que es una fe débil y superficial.

 

Los hombres que en su carácter se han asemejado a Cristo y que han impresionado al mundo con Él, han sido los que han pasado tanto tiempo con Dios, que este hábito ha llegado a ser una característica notable de sus vidas. Carlos Simeón dedicaba de las cuatro a las ocho de la mañana a Dios. El Señor Wesley pasaba dos horas diarias en oración. Empezaba a las cuatro de la mañana. Una persona que le conoció bien escribía: “Tomaba la oración como su ocupación más importante, y se le veía salir después de sus devociones con una serenidad en el rostro que casi resplandecía”.

 

Juan Fletcher mojaba las paredes de su cuarto con el aliento de sus oraciones. Algunas veces oraba toda la noche; siempre, frecuentemente, con gran fervor. Toda su vida fue una vida de oración. “No me levantaré de mi asiento -decía- sin elevar mi corazón a Dios”. Su saludo a un amigo era siempre: “¿Encuentro a usted orando?”. La experiencia de Lutero era ésta: “Si dejo de pasar dos horas en oración cada mañana, el enemigo obtiene la victoria durante el día. Tengo muchos asuntos que no puedo despachar sin ocupar tres horas diarias de oración”. Su lema era: “El que ha orado bien ha estudiado bien”.

 

El arzobispo Leighton solía estar tanto tiempo a solas con Dios que siempre parecía encontrarse en una meditación perpetua. “La oración y la alabanza constituían su ocupación y su placer”, dice su biógrafo. El obispo Ken pasaba tanto tiempo con Dios que se decía que su alma estaba enamorada del Señor. Estaba en la presencia del Altísimo antes de que el reloj diese las tres de la mañana. El obispo Asbury se expresaba así: “Procuro tan frecuentemente como me es posible levantarme a las cuatro de la mañana y pasar dos horas en oración y meditación”. Samuel Rutherford, cuya piedad aún deja sentir su fragancia, se levantaba por la madrugada para comunicarse con Dios en oración.

 

Joseph Alleine dejaba el lecho a las cuatro de la mañana para ocuparse en orar hasta las ocho. Si oía que algunos artesanos habían empezado a trabajar antes de que él se levantara, exclamaba: “¡Cuán avergonzado estoy! ¿No merece mi Maestro más que el de ellos?”. El que conoce bien esta clase de operaciones tiene a su disposición el banco inextinguible de los cielos.

 

Un predicador escocés, de los más piadosos e ilustres, decía: “Mi deber es pasar las mejores horas en comunión con Dios. No puedo abandonar en un rincón el asunto más noble y provechoso. Empleo las primeras horas de la mañana, de seis a ocho, porque durante ellas no hay ninguna interrupción. El mejor tiempo, la hora después de la merienda, lo dedico solemnemente a Dios. No descuido el buen hábito de orar antes de acostarme, pero pongo cuidado en que el sueño no me venza. Cuando despierto en la noche debo levantarme y orar. Después del desayuno dedico algunos momentos a la intercesión”. Este era el plan de oración que seguía Roberto McCheyne. La famosa liga de oración metodista nos avergüenza: “De las cinco a las seis de la mañana y de las cinco a las seis de la tarde, oración privada”.

 

Juan Welch, el santo y maravilloso predicador escocés, consideraba mal empleado el día si no había dedicado ocho o diez horas de él a la oración. Tenía un batín para envolverse en la noche cuando se levantaba a orar. Lamentándose su esposa por encontrarlo en el suelo llorando, le contestaba: “¡Oh mujer, tengo que responder por tres mil almas y no sé lo que pasa en muchas de ellas!”

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